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Los heridos en Vietnam tardaban un mes en llegar a EE UU. Desde Afganistán lo hacen en tres días
Los soldados heridos en Afganistán son muy propensos a comparar a los equipos de evacuación aérea con ángeles. Al fin y al cabo llegan volando, aunque sea con estrépito de rotores y levantando grandes remolinos de polvo, y tratan de dar vida y consuelo a la víctima que se estaba desangrando a la intemperie.

En la foto los vemos descender sobre una de esas escenas terribles de la guerra: rodeado por sus compañeros, que se esfuerzan en aplicarle los primeros auxilios, yace el soldado Jeremy Kuehl, cuya patrulla ha tenido la mala suerte de pisar un artefacto explosivo improvisado, una de esas minas caseras que constituyen la pesadilla de las tropas en esta parte del mundo. A Jeremy, que se retuerce de dolor a miles de kilómetros de su casa en Altoona, Iowa, el estallido le ha destrozado la pierna izquierda. La perderá, pero la sombra que baja del cielo va a lograr que gane la carrera a la muerte.

Sin embargo, estos equipos de pilotos y médicos no son ángeles. La comparación les quita mérito, porque lo suyo es mucho más difícil: tienen que preocuparse por cuestiones prácticas que traerían sin cuidado a los espíritus puros, como el fuego enemigo o la ruta más rápida y segura para llegar desde su base hasta el lugar del ataque y de allí al hospital. Afganistán ha planteado retos que no existían en Irak, un país llano donde el itinerario lógico suele ser la línea recta.

En Afganistán, con montañas de más de 5.500 metros, los helicópteros se ven obligados a desviarse por valles para no superar su techo de servicio, la altura máxima a la que pueden volar. Eso demora muchas de sus intervenciones más allá de los sesenta minutos, lo que llaman la 'hora de oro', el plazo a partir del que las posibilidades de supervivencia se reducen de forma drástica. Según las estadísticas, los soldados que continúan vivos dos minutos después del ataque tienen un 95% de probabilidades de salvarse si ingresan en un hospital dentro de esa hora.
Medicina a oscuras
Esos apuros han obligado a los médicos que viajan en los helicópteros a asumir nuevas responsabilidades con sus pacientes, que muchas veces presentan disparos en las extremidades, la parte más desprotegida del cuerpo, o amputaciones debidas a una explosión. Los doctores inician durante el vuelo procedimientos que antes se dejaban para la sala de urgencias, sobreponiéndose al traqueteo, los giros bruscos y la estrechez del aparato.
Por la noche, los helicópteros vuelan sin luces para no convertirse en un blanco fácil, de modo que a los médicos no les queda más remedio que trabajar con equipos de visión nocturna. En los últimos años, el Ejército de Estados Unidos ha ido adoptando medidas complementarias para incrementar la tasa de supervivencia: ha mejorado los equipos quirúrgicos sobre el terreno y ha hecho hincapié en la formación sanitaria de las tropas, que ahora siempre van provistas de torniquetes en sus chalecos antibalas. «Todos los soldados tienen conocimientos de primeros auxilios, así que, cuando alguien resulta herido, saben cuidar de sí mismos y de los demás», resume Kathleen Flarity, comandante de evacuación en Bagram.
Este aeródromo, conocido por los soldados y por su propio personal como 'Evacuistán', es el último destino en el país asiático para los heridos más graves, que desde allí son trasladados a la base de Ramstein, en Alemania, y después a Estados Unidos, cerca de los suyos. En la guerra de Vietnam, según indica Flarity, los heridos tardaban más de un mes en llegar a su país, mientras que hoy se puede completar el proceso en solo tres días. Los avances tecnológicos han permitido adaptar casi cualquier transporte aéreo a las necesidades médicas, desde el «luminoso y amplio» 'C-17 Globemaster III', diseñado de partida para facilitar la evacuación de heridos, hasta un avión cisterna como el 'KC-135 Stratotanker'.
Jeremy Kuehl, el protagonista a su pesar de la fotografía grande, sirve como ejemplo de esta combinación de drama y protocolo tan propia de la guerra. Para cuando el helicóptero se posó junto a él, veinte minutos después de la explosión, sus compañeros ya le habían practicado un torniquete para contener la hemorragia, y al despegar el aparato comenzó un itinerario médico que le llevaría hasta una clínica militar de Washington D.C., el centro Walter Reed. Allí le visitó el presidente Barack Obama, ataviado con una bata sanitaria, para imponerle el Corazón Púrpura, la medalla que corresponde a los heridos en combate. El perfil de Jeremy en Facebook permite comprobar que el soldado sigue disfrutando de esas pequeñas cosas que dan sentido a la vida: no hay más que ver su gesto de pillo en la foto que se sacó junto a Teresa Scanlan, la rubia Miss América de este año, que seguramente le pareció otro tipo de ángel.
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